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Llevamos 100 años contándonos que el desayuno es la comida “más importante del día”. El problema es que no es cierto
Llevan tanto tiempo machacándonos con esa consigna que debería ser cierto. Es decir, si desde distintos altavoces proclaman que bajo ningún concepto deberíamos saltarnos el desayuno, será que es la comida más importante del día. Pero como ya apuntamos por aquí, los estudios en los que se han apoyado para afirmar eso son concluyentes. Tampoco parece cierto que sea bueno desayunar para “comenzar el día con energía”, ni que reduzca nuestro apetito a lo largo de día.
Entonces, ¿quién y por qué empezó a proclamarlo? La historia del desayuno es como otros tantos usos sociales algo que tiene que ver más con las raíces del contexto del que salió que de una necesidad innata de nuestro cuerpo por practicarlo.
Varias cosas confluyeron entre los siglos XIX y XX para que el desayuno se asentase como una comida más en las sociedades occidentales. La primera, el cambio de modelo productivo. Antes, los trabajadores, mayormente rurales y dedicados al trabajo en el campo, desayunaban rápidamente cualquier cosa que hubiera por ahí, como las sobras de la noche anterior.
No era tanto una comida como un aperitivo. Con la llegada de las ciudades y la revolución industrial, los horarios laborales se asentaron. Los obreros, que pasaban la jornada completa trabajando, vieron el beneficio de comer algo antes de ir a trabajar.
De 1822 en adelante
Y aquí las cosas empezaron a ponerse interesantes. Progresivamente, a más dinero lograban ganar los trabajadores estadounidenses, más carne comían. Era el producto estrella para comer por las mañanas. Podían prepararse un pastel de carne, un plato de pollo o ternera de la misma forma que lo harían a la hora de comer o de cenar.
Y todo ello cocinado con mantequilla. La dispepsia o indigestión se convirtió en un problema de salud pública al nivel del que la obesidad es ahora. La gente de Norteamérica comía mal, alimentos demasiado pesados que alteraban sus flujos intestinales.

Gente que necesitaba comer muy bien para ir a trabajar.
El siglo XIX fue también el tiempo en el que los médicos occidentales empezaron a preocuparse por la salud nutricional, los gérmenes y, tiempo después, las vitaminas. Así, mientras los periódicos y revistas criticaban duramente los problemas provocados por la dispepsia, la industria y el mercado buscaba de forma natural un sustituto. Ahí llegó el muesli y los cereales, entonces harina o maíz mínimamente procesada y que en muchos casos debía ser puesta a remojo previo consumo.
El sabor y aspecto inicial de los cereales era el de gachas militares, pero eran atractivas para buena parte de los consumidores: parecía un producto “sanitario”, no como esas carnes rojas que impedían la buena circulación. Además, era un alimento que no necesitaba ser preparado, tan fácil como juntarlas con un poco de leche para poder tragarlas e ir a trabajar.
La sustitución de las grandes comilonas por las mañanas por un producto ligero mejoró la salud de la población, de ahí que muchos médicos y comerciantes de cereales se valiesen de esa consigna para extender su consumo: el desayuno es la comida más importante del día, y por eso deberías cuidarte bien pronto desde la mañana. Es prácticamente la misma idea de salud que nos siguen vendiendo las casas de cereales integrales para que adelgacemos.
Llegan los corn flakes
El desayuno empezó a verse entonces como la solución a todos los problemas. Para los más pequeños, sin un buen desayuno no serían capaces de alcanzar su máximo nivel de esfuerzo en el colegio. También el alcoholismo era causado por la falta de alimentos por la mañana. Según ciertos prestigiosos médicos del período, el hambre matutino fomentaba que el empleado comenzase a abusar de la botella hasta hacerse dependiente de ella. Algunos vendedores iban incluso más lejos y hablaban de cómo sus cereales podían curar la malaria y el apendicitis.


Ya entonces se promocionaba el cereal como el alimento “biológico”, tal y como vemos hoy en día se venden algunos productos más caros y no necesariamente con mejores resultados alimenticios. Pero el halo beneficioso del cereal se mantuvo y extendió al ritual de desayuno, ya fuese este de trigo procesado, frutas u otros alimentos. El desayuno había llegado para quedarse.
Del XIX y XX pasamos al siglo XXI, cuando el dicho, nunca lo suficientemente contrastado por la ciencia, ya se ha establecido como una verdad inamovible. Los cereales hace tiempo que no son gachas insípidas sino pequeñas bolas de azúcar procesado en cajas con animales sonrientes que facturan miles de millones de dólares al año.
Y hay otro agente al que, desde hace años, le interesa que te acuerdes de que “el desayuno es la comida más importante del día” y, por tanto, comas bastante bien: las cadenas de comida rápida. Algunos ensayos han apuntado a cómo el márketing de compañías como McDonalds o Starbucks está siendo mucho más agresivo en productos mañaneros como McMuffins o tartas de queso que en los alimentos de la hora de la comida o la cena.
Según ellos, la nueva gran disputa está aquí. Mientras muchos trabajadores ya tienen decididos sus sitios de comida, hay un incremento de personas que está yendo a desayunar a cadenas fuera de casa. Y como las mañanas son el momento de la rutina, los humanos tendemos a elegir uno u otro sitio para tomar nuestro desayuno y no salirnos del patrón salvo caso de emergencia.
Si McDonalds logra que vayas a su establecimiento por la mañana, de alguna forma te estás casando gastronómicamente con ellos. Y, bueno, ya sabes, es la primera comida, con lo que no pasa nada si es un poco excesiva, ya la irás quemando a lo largo del día (esto, como ya explicamos, no está del todo contrastado).
Así, de un meritorio inicio en el que se mejoró la alimentación de los ciudadanos, hemos pasado a un punto en el que la industria ha ido adaptándose a nuestros gustos y modificando nuestra dieta hasta perjudicarnos a todos. Aunque, si lo pensamos, la frase sigue siendo igual de cierta ahora que 300 años atrás: “el desayuno es la comida más importante del día”. Es la más importante. Y la más discutida.
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cómo usarla para que traduzcan lo que alguien te dice en otro idioma
Vamos a decirte cómo funciona la traducción en tiempo real de los AirPods de Apple, una función que ha llegado con la actualización iOS 26.2 a todos los modelos a partir de los AirPods 4 y AirPods Pro 2. Para usarla, además de unos auriculares compatibles también necesitarás tener un iPhone.
Esta opción te va a permitir escuchar en los auriculares la traducción al español de lo que te dicen e incluso verla en un texto. Eso sí, para usarla vas a necesitar tener una app de Apple instalada e iniciar la traducción manualmente.
Cómo activar la traducción en tiempo real


Para poder usar la traducción en tiempo real de tus AirPods, necesitas tener la app Traducir de Apple. Viene preinstalada en el móvil, pero si por alguna razón decidiste borrarla puedes bajarla desde la App Store. También necesitas tener el iPhone donde tienes enlazados los AirPods actualizado a iOS 26.2, y tus auriculares deben ser unos AirPods 4, AirPods Pro 2 o Pro 3.


Una vez dentro de la aplicación Traducir, tienes que entrar en la pestaña de En tiempo real que te aparecerá en la fila de abajo.


Esto te va a llevar a una pantalla donde puedes configurar esta traducción. Primero tienes que configurar los idiomas, poniendo en Su idioma ese que vaya a utilizar la otra persona y en Tu idioma al que quieres que te lo traduzcan, como el español. Luego, pulsa en el botón Iniciar traducción para empezar a traducir en tiempo real.


Cuando se inicie la traducción, irás a una pantalla en la que te va apareciendo la traducción de todo lo que escuchan tus auriculares en el otro idioma que hayas configurado. Además, escucharás una voz traducírtelo todo en los AirPods, de forma que tengas la traducción escuchada y también la textual.
En Xataka Basics | iOS 26: 19 funciones y algún truco para exprimir al máximo el nuevo sistema operativo para tu iPhone
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Reportan cateo de las oficinas del cantante PSY en Seúl; lo investigan por consumo de medicamento controlado
Autoridades coreanas revisaron la agencia del cantante PSY como parte de la investigación en la que se encuentra debido al presunto consumo excesivo de medicamentos obtenidos por terceros.
El intérprete de “Gangnam Style” es señalado por haber presuntamente obligado a su mánager y a otros para que recibieran prescripciones de Xanax y Stilnox a su nombre.
De acuerdo con la agencia de noticias Yonhap, el pasado jueves la policía de Seodaemun-gu en Seúl revisó las oficinas de PSY y sus vehículos con el objetivo de obtener más evidencia; ante ello, la agencia respondió que cooperarían con las indagatorias y que tomarían las medidas correspondientes con base a la ley en el futuro.
Cabe mencionar que el cantante de 47 años de edad se encuentra bajo sospecha presuntamente por haber recibido recetas donde médicos le indicaban la venta —libre— de Xanax y Stilnox desde 2022. Según la información preliminar, él no asistió a consultas de manera presencial y obligó a su mánager a recogerlas.
Un hospital universitario, sin ser identificado aún, era su principal distribuidor. Las autoridades han fichado a un presunto profesor como responsable de prescribirle las recetas, pero no se ha esclarecido dicha información.
Dichos medicamentos psicotrópicos son utilizados para tratar problemas del sueño, ansiedad y depresión. Su alto índice de dependencia requiere que estas sustancias sean recetadas bajo una supervisión controlada.
Medios especializados aseguran que la agencia P. Nation declaró que PSY había sido diagnosticado con un trastorno del sueño, por lo que necesitaba tomar dichas sustancias; sin embargo, destacaron que se encontraba cumpliendo el tratamiento acompañado de un profesional.
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iniciar una “purga” si llega a los 9,5 millones de habitantes
La idea de limitar drásticamente la inmigración en Suiza no es una anomalía reciente ni una excentricidad pasajera, sino la reaparición de un temor profundamente arraigado en su historia política y social, visible ya en los años setenta con las iniciativas de James Schwarzenbach y el concepto de Überfremdung. Por eso la última idea no sorprende, aunque sí asusta.
El miedo que vuelve por ciclos. El año pasado lo recordaba en un estupendo reportaje de la Vanguardia. Aquel clima de angustia identitaria de la década de 1970, alimentado por el rápido crecimiento económico y la llegada masiva de trabajadores extranjeros, dejó una huella duradera: la convicción de que el Estado debía proteger activamente la composición demográfica y moral del país, una obsesión que nunca desapareció del todo y que reaparece con fuerza en momentos de presión o saturación percibida.
De la inmigración al límite poblacional. La propuesta actual va un paso más allá de los debates clásicos sobre cuotas o visados y plantea directamente una especie de distopia: un tope a la población total, fijado en torno a los 10 millones de habitantes, con un primer umbral de alerta en los 9,5 millones.
En la práctica, este planteamiento convierte la inmigración en una variable a recortar de forma casi automática si el país sigue creciendo, sin distinguir entre refugiados, trabajadores cualificados o directivos altamente remunerados, y abre la puerta a una política que prioriza la cifra total de residentes sobre las necesidades económicas o humanitarias.
Atrapados en su propio éxito. El trasfondo de la iniciativa es una paradoja difícil de resolver: Suiza es uno de los países más prósperos del mundo, con una economía dinámica, empresas globales y salarios muy superiores a los de sus vecinos, y precisamente ese éxito la ha convertido en un imán para la inmigración.
El crecimiento demográfico de la última década, impulsado casi en su totalidad por la llegada de extranjeros, ha alimentado la percepción de que la calidad de vida se deteriora a través de alquileres disparados, infraestructuras saturadas y transporte público congestionado, aunque esos mismos inmigrantes sostienen sectores clave del mercado laboral.


La “purga” escalonada. Así llegamos a un planteamiento sin medias tintas. El plan impulsado por el Partido Popular Suizo introduce una lógica progresiva que recuerda más a un interruptor de emergencia que a una política migratoria clásica. Si se supera ese umbral de 9,5 millones, las primeras restricciones recaerían sobre solicitantes de asilo y reunificación familiar.
No solo eso. Si se alcanzan los 10 millones, Suiza se retiraría de tratados internacionales considerados “impulsores de población” (tal cual reza la propuesta) y, como último recurso, abandonaría el acuerdo de libre circulación con la Unión Europea, un movimiento que tendría consecuencias profundas sobre los derechos de residencia de millones de europeos y sobre el acceso suizo al mercado único.
El choque con la realidad. Buena parte del empresariado y de los grandes lobbies económicos advierten de que esta estrategia tendría un coste elevado, desde una escasez de cientos de miles de trabajadores hasta un envejecimiento acelerado de la sociedad y una pérdida de competitividad estructural.
Aunque los defensores de la iniciativa prometen compensaciones en forma de alquileres más bajos y menor presión sobre el Estado del bienestar, la ausencia de estudios detallados y el peso del comercio con la UE hacen temer que el remedio sea más dañino que la enfermedad.
Amplificador del malestar. A diferencia de otros países europeos, Suiza canaliza este tipo de tensiones a través de referéndums frecuentes, lo que permite que inquietudes latentes se conviertan rápidamente en propuestas políticas concretas, por muy orwellianas que parezcan.
Esta característica explica por qué ideas que en otros lugares se quedarían en el debate mediático, o ni eso, allí llegan a votarse, pero también convierte al país en un laboratorio donde se mide hasta qué punto una sociedad está dispuesta a sacrificar crecimiento y apertura en nombre de la identidad, el control y la estabilidad percibida.
Europa observa. Muchos medios del país han ido un paso más allá, adelantándose a la activación del plan y proyectando lo que supondría para el viejo continente. Una retórica que cuenta que el debate suizo anticipa discusiones que ya asoman en otros países, donde la inmigración sigue ganando peso político mientras los partidos tradicionales intentan contener a la extrema derecha mediante cordones sanitarios que no siempre reducen su atractivo.
La experiencia helvética apunta a un planteamiento, cuanto menos, inquietante: que ignorar o descalificar el malestar no lo elimina, y que la cuestión no es tanto si debe haber inmigración, sino a qué ritmo y en qué escala. En ese sentido, la posibilidad de una “purga” demográfica suiza no es solo una decisión nacional, sino una señal de advertencia sobre el rumbo que podrían tomar algunas democracias europeas si no logran reconciliar prosperidad, cohesión social y legitimidad política.
Imagen | Ruth Georgiev, IToldYa
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