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Mientras el mundo vive una carrera vertiginosa por el coche eléctrico, Japón va a su propio ritmo: el dilema del innovador
Cuando quiero hacer una fotografía general de cómo está cambiando el sector del automóvil, habitualmente recurro a la crónica de Gabriel Jiménez en Autobild sobre el Salón de París de 2022. En ella explicaba cómo una de las citas más importantes para la automoción europea ya solo destacaba por un maremoto de marcas chinas.
El recorrido por los pasillos del salón parisino debió ser muy diferente a lo que se encontraron los visitantes del Salón de Tokio de 2023. El evento japonés destacó por todo lo contrario. Concretamente, por las propuestas de las firmas locales que se están resistiendo a dejarse llevar por los cambios más drásticos de la industria.
En los espacios de las firmas niponas se vio por primera vez el Mazda Iconic SP, un prototipo de vehículo eléctrico y deportivo que, sin embargo, destaca por no ser un eléctrico al uso. Lo más destacado del espacio de Nissan fue la reinterpretación del GT-R, al que nutrirá de baterías… cuando tenga listos sus acumuladores de estado sólido. Honda ha querido poner racionalidad en los planes de sus lanzamientos de coches eléctricos. Y Toyota, la líder mundial en la producción de vehículos, prefiere andarse con pies de plomo.
Un arma de doble filo
Mientras, en Europa, los fabricantes tradicionales están viendo cómo Tesla es el gran protagonista en el mercado del coche eléctrico. De hecho, el Tesla Model Y ya fue en 2023 el coche más vendido en Europa. Primera vez para un eléctrico peleando contra cualquier otro tipo de tecnología.
El continente también mira con escepticismo y cierto miedo la llegada de competidores chinos. Las marcas tradicionales no han conseguido todavía ofrecer productos que compitan en la relación autonomía/precio ni con Tesla ni con las marcas chinas que empiezan a asomar en nuestro mercado.
Allí donde el coche barato tiene una presencia importante, MG está absorbiendo gran parte de las ventas. En España, el MG ZS alcanzó en agosto de 2023 el primer puesto como coche más vendido. La primera para un fabricante chino. Una tendencia que se ha venido repitiendo, con MG peleando las primeras posiciones a Dacia, según datos de ANFAC, hasta este mismo 2024.
Pero en el coche eléctrico, hacia donde camina la industria, el MG4 Electric también está causando estragos. Si hablamos de relación precio/autonomía, ahora mismo nadie le hace sombra en el mercado. Volkswagen o Stellantis ofrecen productos similares pero tienen precios de salida superiores a los 30.000 euros. Hablamos de una diferencia de unos 10.000 euros que está afectando directamente a sus ventas.
Todo ello ha propiciado que la imposición de aranceles a vehículos llegados desde China. Levantarlos es una jugada de riesgo para sus intereses económicos pero, de momento, vemos cómo las empresas europeas tienen muchos problemas para ofrecer vehículos eléctricos a un precio asequible y cómo las firmas chinas ofrecen automóviles con características similares por decenas de miles de euros menos. Cuanto más caro es el coche, mayor es la brecha.
Y no nos olvidemos que, más allá de lo que vemos en España, el coche eléctrico está registrando buenos números en el resto de Europa, pese al frenazo en el crecimiento de 2024.
La situación japonesa
Todo esto ha llevado a dos corrientes en la industria de la automoción más tradicional. En Europa, la mayor parte de las marcas se están apresurando a la transición del coche eléctrico. Estamos viendo el lanzamiento de plataformas únicas para estos vehículos, inversiones enormes en plantas de baterías y una carrera desenfrenada por llegar a una meta que parece no acercarse nunca: ofrecer el superventas eléctrico esperado.
Las firmas niponas, sin embargo, se siguen moviendo con un perfil mucho más bajo. A pesar de contar con planes para una electrificación completa con el paso de los años, sus dirigentes siguen lanzando mensajes alertando de que no están convencidos de la imposición de la tecnología eléctrica como única alternativa a los modelos de combustión.
El mejor ejemplo es el de Toyota. La compañía ha conseguido elevarse como la automotriz que más produce y vende en el mundo. El rendimiento de sus híbridos y la fiabilidad de los automóviles ha convertido a la firma en una de las referencias del mercado. Y, de momento, se muestra muy contraria a realizar grandes cambios en su oferta.
Cuenta con un plan táctico (que ahora han retrasado) para introducir poco a poco una mayor oferta de vehículos eléctricos pero, sobre todo, para contar a finales de la década con unas baterías de estado sólido que prometen ser diferenciales, con autonomías de 1.200 kilómetros. Nissan hace más tiempo que tiene sus esperanzas puestas en estos acumuladores de energía pero tampoco pasa por su mejor momento económico.
En Mazda tienen una visión parecida, criticando el sobrepeso de los vehículos eléctricos con mayor autonomía como consecuencia de la incorporación de unas baterías enormes. En Honda desechan la idea de lanzar vehículos eléctricos a precios contenidos en los próximos años.
Lo que sí es palpable es que los lanzamientos de vehículos eléctricos japoneses han cosechados resultados muy discretos, cuando no meramente testimoniales. El Toyota bZ4X ha sido un desastre en su llegada al mercado, con malas críticas en cuanto a su autonomía y llamadas a revisión por graves problemas de fabricación.
Nissan, con el Ariya, también ha tenido graves problemas durante su producción. El Honda e resultó demasiado caro para un vehículo puramente urbano. Y algo muy similar ha sucedido con el Mazda MX-30, al que los nipones han dotado de una tecnología de rango extendido para poder atraer a más clientes.
Un arma de doble filo
Si por algo se caracteriza el producto automotriz japonés es por su buen rendimiento y fiabilidad. No es algo exclusivo del automóvil. Sony ofrece productos excepcionales en cámaras o televisiones. Nintendo es un bloque monolítico en el sector de los videojuegos. Honda va mucho más allá de los vehículos. Nikon y Canon también son muy importantes más allá de sus cuerpos de cámara.
Pero todas estas empresas se enfrentan ahora al denominado dilema del innovador. Según Clayton Christensen, quien acuñó este término, las empresas líderes tienen dos opciones ante una tecnología disruptiva, aquella que ofrece un producto más simple y por menos dinero que el establecido hasta ese momento.
La primera vía es la conservadora, seguir refinando el producto ya existente para mantener la posición de liderazgo en el corto plazo. La segunda opción es más arriesgada pero puede ser clave, la de dedicar los recursos necesarios a esa innovación que puede mantener a la empresa en el largo plazo.
En el mercado del automóvil, el coche eléctrico no es precisamente una innovación que haya irrumpido de forma inesperada. Empresas como Nissan llevan años trabajando con ella e, incluso, se puede decir que los Nissan Leaf dominaron su mercado porque llegaron cuando ofrecían un producto que muy pocos tenían en la cartera.
Sin embargo, las ventas de los coches eléctricos empiezan a ganar el peso que se lleva años vaticinando y, pese a todo, a la mayor parte de los fabricantes tradicionales parece que les ha cogido con el pie cambiado. Los europeos han decidido acelerar sus procesos para tener presencia en el mercado y que Tesla y las marcas chinas les coman el menor terreno posible. Pero Japón va a otro ritmo.
El lanzamiento de productos disruptivos en un espacio corto de tiempo parece que se lee está atragantando a las compañías japonesas. Al contrario, la tónica general es el de dar pasos cortos pero muy conservadores, con el objetivo de ofrecer productos que, por calidad, vuelvan a ser diferenciadores.
El problema es que China está apostando muy fuerte por el coche eléctrico, incluyendo un empuje estatal por encima del que vemos en Estados Unidos o Europa (que ya es mucho), lo que les permite competir con precios muy inferiores. Al mismo tiempo, los fabricantes tradicionales están lanzando multitud de productos. Unos funcionarán mejor que otros pero van inundando el mercado de alternativas y posicionando sus marcas como compañías que claramente caminan al coche eléctrico.
Al mismo tiempo, el mercado está cambiando. Tanto que Tesla ha demostrado que puede hacer los coches más rápido que nadie, a un coste muy inferior. El ejemplo lo quiere copiar Foxconn, en un interés que demuestra que el coche, como algo material, está perdiendo valor en favor del software.
La gran duda es si los nipones conseguirán seguir generando ingresos con los motores de combustión e híbridos actuales como para aguantar el empuje del resto de fabricantes y, al mismo tiempo, desarrollar productos completamente eléctricos que, cuando lleguen al mercado, sean tan buenos como los de la competencia.
O, por el contrario, si cuando quieran ponerse al día el resto de marcas ya estén jugando en otra liga. Si la ventaja competitiva que puede conquistar Tesla y el resto de firmas chinas será tal que abra una importante brecha competitiva con los japoneses. De momento, los europeos están intentando seguir el ritmo a estas empresas, mientras que Japón avanza a su propio ritmo.
En Estados Unidos, Toyota ha vuelto a encontrar un filón que creía en retroceso. La inexistencia de una red de recarga fiable en un país de distancias enormes ha vuelto a impulsar al coche híbrido.
Europa y China caminan al coche eléctrico. En Estados Unidos, multitud de marcas también cuentan con planes para sumar a esta tecnología. Los nipones, por el contrario, son más conservadores que nadie.
¿Quién está tomando las mejores decisiones?
Solo queda esperar.
Foto | Toyota
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Si la pregunta es cuándo comenzamos a “escribir”, la ciencia tiene la respuesta en estos cilindros de 5.500 años
Porque, durante décadas, el origen de la escritura pareció bastante claro: el cuneiforme. Un sistema de escritura con más de 3.000 años de antigüedad que utilizaron los antiguos pueblos de Próximo Oriente para dejar por escrito sus lenguas e idiomas.
Y sí, parece bastante claro que se trata del sistema de escritura completo más antiguo que conocemos. No obstante, sería absurdo pensar que surgió de la nada.
El problema es que cada vez que hemos intentado internarnos en las profundidades del protocuneiforme. Sabíamos que eran símbolos abstractos, que habían surgido en las inmediaciones de la ciudad de Uruk y poco más.
Hasta ahora.
Por sorpresa. Así fue como unos investigadores de la Universidad de Bolonia descubrieron las similitudes entre ese protocuneiforme y los grabados de unos sellos cilíndricos desl 4400 antes de Cristo. Según parece, esos cilindros se usaban para imprimir motivos en arcilla blanda (en procesos relacionados con una contabilidad primitiva) y, quizás por eso, nadie se había dado cuenta de que muchos símbolos coincidían a la perfección.
Es más, como explican los investigadores en la revista Antiquity, “el significado originalmente asociado con estos diseños [de los cilindros] se integró en un sistema de escritura”.
¿Por qué empezamos a escribir? Esa, aunque no lo parezca, es la gran pregunta que hay detrás de todo esto. Lo implica el descubrimiento de los investigadores italianos es que la escritura no deja de ser una extensión de la contabilidad.
Según este trabajo, los sellos se convirtieron en un sistema muy útil para “rastrear la producción, el almacenamiento y el movimiento de todo tipo de productos” en una sociedad preliteraria. La evolución de todo esto desembocó en la escritura (como muchos expertos intuían, pero no podían demostrar).
Ahora, por primera vez, tenemos una línea clara que nos conecta con el origen de la escritura.
Y con el origen del lenguaje en sí mismo. Porque, como explicaba Silvia Ferrara en la CNN, “durante mucho tiempo se ha planteado la cuestión de qué condiciones sociales y tecnológicas propiciaron los saltos conceptuales y cognitivos que dieron lugar al lenguaje escrito”. Aún es pronto para saberlo con certeza, pero “lo importante [de todo esto] es que [una pequeña innovación] condujo a la escritura verdadera en cuestión de unos pocos siglos”.
Todo va muy rápido y quizás siempre lo ha ido.
Imagen | Gary Todd
En Xataka | La evolución del alfabeto desde sus formas ancestrales hasta la actualidad, en un gráfico
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El regalo perfecto para fans de Marvel es este set de LEGO con el que recrear el escudo del Capitán América
Si vas a regalarle algo en Reyes a un fan de Marvel y que, a la vez, es de LEGO, este set de LEGO del escudo del Capitán América es una buena opción a tener en cuenta. Agotado en la web oficial de la compañía, ahora en MediaMarkt, puedes conseguirlo más barato, ya que está disponible hasta mañana, por 169,99 euros.
* Algún precio puede haber cambiado desde la última revisión
Un set de LEGO con más de 3.000 bloques y una minifigura
Sin duda, el escudo del Capitán América es uno de los símbolos más icónicos de Marvel. Ahora, gracias a este set de LEGO lo podrá tener en casa cualquier fan de la división de superhéroes y colocarlo en algún rincón o estantería como una pieza de adorno ideal.
Este set está formado por 3.128 bloques y es recomendado para mayores de 18 años. Viene con una base con placa de identificación, además de con una minifigura del Capitán América. Terminado, el modelo mide aproximadamente 47 cm de diámetro.
Además, si te descargas la app LEGO Builder, podrás interactuar con esta construcción, gracias a herramientas digitales. Así podrás ir girando este escudo en 3D y disfrutar de una experiencia de construcción con los icónicos ladrillos de forma envolvente.
Otros sets de LEGO para sorprender a un fan de Marvel
* Algún precio puede haber cambiado desde la última revisión
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En 1647 el Parlamento británico prohibió celebrar las Navidades. Solo consiguió llenar el país de revueltas
Si hoy te das una vuelta por los comercios de Londres (al igual que por los de medio planeta) lo más probable es que escuches casi en bucle el famoso celebérrimo ‘All I want for Christsmas is you’ de Mariah Carey, pero hubo un tiempo, a mediados del XVIII, en el que lo que sonaba durante las fiestas en la City era un cántico bien distinto. Hacía 1647 lo que voceaban los pregoneros era “No Christmas, no Christmas!” y en vez de Papanoeles, por la capital desfilaban militares que controlaban que nadie, bajo ningún concepto, colgara ramillas de acebo para decorar sus casas.
El motivo es muy simple: la Navidad estaba prohibida.
Di no a las Navidades. Cuesta creerlo a las puertas de 2025, cuando las Navidades se presentan como la etapa más amable del año y hay ayuntamientos gastándose auténticas fortunas en decorar sus calles con millones de leds, pero la cosa era bien distinta en las islas británicas a mediados del siglo XVII. En un contexto político, social y religioso convulso, marcado por la guerra civil inglesa, las autoridades decidieron prohibir la celebración de las Navidades. Literalmente. Sin metáforas. En 1647 el Parlamento aprobó una ordenanza que abolía cualquier festejo navideño.
Se acabó la fiesta (por decreto). La norma en cuestión se bautizó como ‘Ordinance for Abolishing of Festivals’, se aprobó en junio de 1647, y su mensaje no podía ser más claro: tras denunciar que la Navidad, Pascua, Pentecostés y el resto de festividades consideradas “Días Santos” se habían usado “supersticiosamente”, la Cámara decretaba su abolición. “Que ya no se observen como festividades o días santos dentro de este Reino de Inglaterra y el dominio de Gales, a pesar de cualquier ley o costumbre”.
En un artículo publicado en The Conversation, Martyn Bennet, profesor de Historia Moderna de la Universidad de Nottingham Trent, recuerda que la prohibición de la Navidad se extendió a los reinos de Inglaterra (que por entonces incluía Gales), Escocia e Irlanda. La prohibición duró varios años y fue rotunda: vetaba las celebraciones en los hogares, bajo pena de multas, y se extendió también a los negocios, obligados por decreto a abrir el 25 de diciembre como si se tratara de un día convencional. A cambio, el Parlamento estableció festivos de carácter secular.
Un espejo de su tiempo. Lo de que se prohíba la celebración de las Navidades con una ley quizás resulte llamativo (o no, al fin y al cabo sigue habiendo quien “la estira” vía decreto), pero la medida se entiende mejor en el complejo contexto social y político de la Gran Bretaña del XVII. Para empezar porque la ordenanza de 1647 no era del todo nueva. No hacía otra cosa que extender una norma previa, de 1644, cuando aprovechando que el 25 de diciembre coincidía con el día de oración y ayuno mensual del Parlamento, las autoridades prohibieron celebrar oficios religiosos.
Dos años antes de la ordenanza “anti Navideña”, en 1645, la misma Cámara había dado luz verde además a un “directorio de culto público” que pautaba nuevas formas de celebración para la Iglesia anglicana y ordenaba que Navidades o Pascua, entre otras fiestas religiosas, no debían acompañarse de servicios especiales.
Y todo eso, ¿por qué? Por religión. Y política. Las Navidades de la segunda mitad de la década de 1640 quizás no fueran muy ortodoxas en Gran Bretaña; pero lo cierto es que tampoco eran tiempos tranquilos a nivel político. Entre 1642 y 1651 el reino encadenó las denominadas guerras civiles inglesas entre realistas y parlamentarios. La ordenanza “anti Navidad” del 47 llegó de hecho poco después de la primera guerra civil, en la que los parlamentarios se impusieron a los partidarios de Carlos I.
Con ese telón de fondo, los puritanos hicieron valer su influencia en el Parlamento para, entre otras cuestiones, emprender una peculiar cruzada contra la Navidad. Para ellos sus festejos y cánticos, por no decir directamente la propia celebración del nacimiento de Cristo cada 25 de diciembre, resultaban aborrecibles por varias razones. No encontraban justificación en la Biblia para semejante festejo, lo consideraban una tradición “papista” y la forma de conmemorar las Navidades les resultaba pecaminosa.
En el XVII como en el XXI. Salvando la evidente distancia histórica, en realidad no había grandes diferencias entre cómo celebraban la Navidad en la Inglaterra del siglo XVII y cómo lo hacemos nosotros ya bien entrado el XXI. Cada 25 de diciembre se conmemoraba el nacimiento de Cristo e iniciaba un período de festividades que se prolongaba hasta el 5 de enero. Todo acompañado de servicios especiales en las iglesias, casas decoradas con acebo, hiedras y muérdago y horarios reducidos en los negocios. No faltaban las representantes teatrales, los cánticos, villancicos, banquetes a base de pavo o pasteles de carne picada, entre otros manjares, y las jarras de cerveza.
Una fiestas “inaceptables”. Bajo el nuevo sistema presbiteriano esas celebraciones pasaron a considerarse excesos. Y como tales, se les puso freno. “Las festividades habituales durante los 12 días de las Navidades se consideraron inaceptables. Los comercios tuvieron que permanecer abiertos durante todo el período, incluido el día de Navidad. Se prohibió la exhibición de adornos navideños y se restringieron otras tradiciones, como los banquetes y consumo festivo de alcohol, que se ingería en grandes cantidades al igual que ahora”, recuerda el profesor Martyn Bennet en The Conversation.
¿Y cómo reaccionó el pueblo? Aquello de renunciar a la celebración de las Navidades no gustó a todo el mundo. Así que ocurrió lo esperable: hubo quien optó por hacer oídos sordos e ignorar la ordenanza del Parlamento. Quizás los villancicos ya no pudiesen corearse a pleno pulmón por las calles, pero a las autoridades puritanas les resultaba muy difícil evitar que se cantasen de forma clandestina. Hubo incluso quien decidió saltarse abiertamente las nuevas restricciones, lo que dio lugar a sonados (y en algunos casos violentos) encontronazos con la justicia.
En Norwich el alcalde decidió hacer la vista gorda y permitió que sus vecinos festejasen las Navidades como siempre, lo que derivó en disturbios, al igual que en Bury St. Edmund o Ipswich. Bennet recuerda cómo en algunos casos la tensión escaló hasta derivar en situaciones dramáticas: en la primavera de 1648 los vecinos de Norwich se movilizaron para evitar que su regidor tuviese que acudir a Londres a dar explicaciones por su tolerancia hacia las Navidades. El resultado fue una revuelta considerable que acabó con un polvorín saltando por los aires y decenas de muertos.
De la religión a la política. Que los villancicos y banquetes navideños se convirtiesen en un foco de revueltas tal vez parezca exagerado, pero es que en la Gran Bretaña del XVII la Navidad era más que fiesta o religión. Era política. Y poder. Se vivieron momentos de tensión también en Kent y Canterbury, donde colgar acebos en las puertas se convirtió en todo un acto de rebeldía, y se compuso una balada popular, ‘El mundo al revés’, para denunciar la prohibición de las Navidades.
Lejos de ceder, el Parlamento aprobó nuevas normas reforzando su veto en 1652 y tres años después aumentaron los esfuerzos para reprimir las celebraciones navideñas. Asistir a servicios navideños pasó a estar multado. Y los comercios tenían prohibido cerrar antes el día de Navidad.
¿Problema u oportunidad? De poco les sirvió. En 1656 el Parlamento se lamentaba de cómo la gente ignoraba sus restricciones. La situación se veía con ojos bien distintos desde el bando realista, que encontró en el descontento desatado por la represión de la Navidad una valiosa palanca para impulsar su propia causa.
Tras el veto de 1647, los monárquicos supieron canalizar el enfado popular y contribuyeron a organizar revueltas. De hecho hay historiadores convencidos de que la represión de la Navidad contribuyó a revivir la guerra civil. Por si quedasen dudas de hasta qué punto tenían un componente político las fiestas, cuando llegó la Restauración monárquica, en 1660, las autoridades decidieron declarar nula la legislación aprobada desde 1642… Y, por supuesto, permitir de nuevo los festejos a base de acebo, villancicos, pavo y cerveza entre el 25 de diciembre y 5 de enero.
Imágenes | Wikipedia 1 y 2
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