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La luz, un emisario (a veces fantasmagórico) del universo

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“¿Crees en fantasmas?”. Ésta es una pregunta que se le habría planteado al astrónomo William Herschel hace doscientos años, según imagina la serie documental Cosmos: Una odisea de tiempo y espacio. La respuesta del científico habría sido afirmativa, pero no en lo concerniente a entidades paranormales, sino a aquellos enigmáticos puntos brillantes del cielo nocturno. Debido al límite inquebrantable de la velocidad de la luz y al gigantesco tamaño del universo, Herschel habría argumentado que el resplandor de algunas estrellas distantes tarda tal cantidad de tiempo en llegar a la Tierra, que para entonces probablemente ya estén muertas. En ese sentido, lo percibido por nuestros ojos puede ser una suerte de fantasma: el remanente de fuentes lumínicas que se extinguieron hace millones de años.

Es creencia popular que un fantasma permanece atado al mundo físico, deambulando de un lado a otro, debido a un asunto sin resolver. Ciertamente poco podemos decir sobre los pendientes del universo, pero aun si la luz de las estrellas no surge con un objetivo cósmico, el ser humano ha sabido dotarla de varias funciones. Una de ellas es la de herramienta invaluable de adquirir conocimientos que trascienden nuestra experiencia inmediata. Y antes que los “espíritus” de finados cuerpos celestes, la propia luminosidad del astro rey —nuestro viviente sol— ha sido clave para dar respuesta válida, que no absoluta, a varias cuestiones milenarias del ser humano.

Allá por la Antigua Grecia, los rayos solares —en conjunto con las sombras que propician dentro y fuera de nuestro mundo— fueron el ingrediente principal en las investigaciones de grandes astrónomos y matemáticos, quienes comprendieron cómo literalmente la luz es remedio para la oscura ignorancia. Sólo hay que esperar a que apunte en la dirección correcta.  

Luz y sombras

Eratóstenes de Cirene fue un pensador del siglo III a.C. a quien no le daba la vida ni las piernas para recorrer la Tierra en una titánica misión: medir su circunferencia. Afortunadamente, él contaba con las matemáticas y la luz solar a modo de aliadas benévolas. Como puede apreciarse más a detalle en este video ilustrativo, Eratóstenes esperó al solsticio de verano en la ciudad de Alejandría y entonces realizó ciertos cálculos que involucraban los rayos rectos del sol y la sombra proyectada por una columna sobre el suelo. De esta manera, pudo deducir cuánto medía una cincuentava parte de la circunferencia terrestre y, posterior a una simple multiplicación, su totalidad. La cifra alcanzada por el griego actualmente se desconoce con exactitud pero prevalece la creencia sobre una notable cercanía a la medida aceptada hoy en día (40,075 kilómetros).  

Procedentes de la Antigua Grecia, cabe mencionar otros estudios astronómicos que igualmente dependieron de la influencia lumínica del Sol, pero ahora haciendo partícipe a la íntima compañera de nuestro planeta: la luna. Una de tales indagaciones implicó medir el tiempo que el satélite natural tardaba en entrar y salir de la zona de penumbra durante un eclipse lunar. El objetivo era calcular cuántas veces es más pequeño el diámetro de la luna respecto al de la Tierra, con base en la sombra que la segunda proyectaba sobre la primera. El resultado fue 3.5 veces más pequeño, lo cual (según datos actuales) únicamente estuvo errado por poco menos del 5%. El diámetro de la luna equivale a 3,474 kilómetros; el de la Tierra, a 12,742 kilómetros.

Otro trabajo conjunto entre matemáticas y luz solar la ideó Aristarco de Samos, cuyo cometido era calcular cuántas veces la distancia a la luna es la distancia al Sol. Para ello, esperó a que la luna estuviera en su fase de cuarto menguante o cuarto creciente, que es cuando sólo la mitad de su cara visible es iluminada por el sol. Esto significaba que la Tierra y los dos astros devenían vértices de un triángulo rectángulo imaginario, donde el ángulo de 90 grados era el del satélite natural. Aristarco calculó su propio ángulo como observador terrestre y, gracias a esos dos datos y a los principios trigonométricos, dedujo que el sol estaba 19-20 veces más alejado que la luna.

Sí, el anterior es un resultado sumamente incorrecto –el sol está, en realidad, cuatrocientas veces más lejos de la Tierra que la luna– pero no fue problema del método sino de la imposibilidad en aquella época de obtener datos numéricos de la precisión requerida (pasen aquí para conocer más). Por supuesto tampoco fue un desliz de la luz estelar, que en siglos posteriores siguió ofreciendo posibilidades inmensas y cada vez más complejas para desentrañar los misterios del universo. ¿Quería la humanidad saber la composición química de un cuerpo celeste ubicado a millones de años luz? ¡Concedido!

El espectro revelador

En el siglo XVII de nuestra era, el chico rudo de la física Isaac Newton hizo pasar un rayo de sol a través de un prisma óptico, lo cual convirtió esa luz blanca en un haz fragmentado por los colores del arcoíris. A este fenómeno se le denomina refracción y la imagen de sus coloridos efectos fue inmortalizada trescientos años después gracias a la portada del álbum The Dark Side of the Moon de Pink Floyd. Pero en el intervalo comprendido entre esto y el hallazgo de Newton, la descomposición de luz solar en sus distintas bandas cromáticas condujo a una revelación trascendental: «un código que viene a nosotros desde un universo extraño», en palabras del astrofísico Neil deGrasse Tyson, pronunciadas en el episodio «Ocultas a plena luz del día» de Cosmos: Una odisea de tiempo y espacio.

A través de un avanzado instrumento óptico, el astrónomo Joseph von Fraunhofer pudo ver el fenómeno de refracción más de cerca y logró percibir líneas verticales negras que alteraban la pureza del arcoíris de extremo a extremo. Tales franjas oscuras, según sería descubierto tiempo después, eran las sombras proyectadas por algo que, a pesar de ser excesivamente diminuto, conseguía obstruir la luz entre su punto de origen (el sol) y su punto de llegada (la Tierra). Ese «algo» resultaron ser los átomos de hidrógeno en la atmósfera del astro rey, pero más interesante aún es que –como eventualmente se supo– los átomos de distintos elementos químicos generan sombras diferentes dentro del espectro de luz. Entonces sólo basta captar el brillo de un estrella con la herramienta apropiada, no sólo de de nuestro sistema solar, sino de cualquiera en el firmamento, para averiguar de qué está compuesta su atmósfera.

Las observaciones de Fraunhofer guiaron a la fundación de la astrofísica y confirmaron a la luz como la llave destinada a dejar al descubierto los secretos que el universo parece estar enteramente dispuesto a compartirnos. Sólo requiere de la humanidad idear nuevas formas de manejar y desmenuzar ese raudal de información codificada. Ya no es únicamente un componente de los mecanismos de cálculo y observación que fueran concebidos por los antiguos griegos. Por sí mismo, el resplandor estelar se trata de un portador de conocimiento potencial.

Y pensando de nueva cuenta en los cuerpos celestes que murieron hace millones de años, pareciera que su luz remanente (ese fantasma persistente) es una provocación noble y de ultratumba en aras de que alguien entienda cuándo, dónde, cómo y por qué estuvieron ahí. Esa habría sido su última voluntad.

La entrada La luz, un emisario (a veces fantasmagórico) del universo se publicó primero en Cine PREMIERE.

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