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una bomba nuclear con gallinas vivas
Cuando una agencia como la británica The National Archives (TNA) revela documentos que llevan décadas clasificados, y más si se corresponden con un periodo como la Guerra Fría y tratan sobre armamento nuclear, pueden pasar muchas cosas. Que causen revuelo. Que indignen. Que espanten. Mucho menos frecuente es lo que ocurrió el 1 abril de 2004, cuando la TNA tuvo que aclarar a la prensa que la información que acababa de revelar era auténtica y no una broma del April Fool´s Day, su equivalente al Día de los Inocentes.
Normal.
Al fin y al cabo lo que había difundido era una de las ideas más locas que probablemente haya tenido jamás el ejército británico: un proyecto de los años 50 que valoró desarrollar una bomba nuclear con pollos vivos dentro. En serio.
“La Administración no hace bromas”. The National Archives (TNA) es un organismo ligado al Departamento de Cultura de Reino Unido que, entre otras tareas, se dedica a custodiar algunos de los documentos más antiguos, valiosos y emblemáticos de la historia del país. De ahí que no suela andarse con tonterías. Ni le vayan las bromas pesadas.
Hace 21 años sin embargo varios de sus responsables tuvieron que hablar con los medios del país, incluido el prestigioso diario The Times, para garantizarle que la última revelación que había salido de sus archivos no era una gansada y recalcar que “la Administración no gasta bromas”. Normal. Lo que los TNA acababan de difundir sonaba disparatado. Y la noticia llegó a la redacción justo el día del April Fool.


¿Y qué había revelado? Pues ni más ni menos que a mediados del siglo pasado las autoridades británicas habían valorado muy seriamente desarrollar una bomba nuclear rellena de gallinas. Tal cual. Sin metáforas ni juegos de palabras. Su idea era construir un potente explosivo de varias toneladas y con más o menos la mitad de la potencia destructiva de la bomba de Nagasaki, solo que trufado de pollos vivos.
Dentro el dispositivo tendría una ‘pequeña granja’ formada por aves y un suministro de grano y agua suficientes para una semana. Que ese dato se difundiera justo el April Fool´s, explicó por entonces TNA, fue casualidad. Sencillamente, la información se desclasificó para la inauguración de una exposición del propio organismo llamada ‘Secret State’.
¿Qué es eso de los pollos? Para entenderlo hace falta conocer antes la situación de Europa en los 50, cuando el continente se recuperaba de los efectos de la Segunda Guerra Mundial pero lidiaba con otro escenario no menos complejo, la Guerra Fría. Aunque sus tensiones se dejaban sentir en medio mundo, había un punto particularmente sensible: Alemania, un país dividido en dos. Del lado occidental, la RFA. Del oriental, la RDA, un estado bajo el influjo de la Unión Soviética.
En Europa imperaba el frágil equilibrio del Telón de Acero, pero eso no significaba que las diferentes potencias no estudiasen qué hacer si la Guerra Fría acababa derivando en una guerra física, sobre todo en Alemania. En ese contexto, hacia finales de 1954 en Londres se hicieron una pregunta… ¿Cómo responder a las fuerzas del Pacto de Varsovia? ¿Qué hacer si los soviéticos invadían suelo occidental? Su respuesta constó de solo dos palabras: Blue Peacock.
Un ‘regalo’ nuclear bajo tierra. Lo del nombre en clave ‘Blue Peacock’ quizás no diga gran cosa, pero en realidad puede resumirse de forma sencilla: lo que tenían en mente los británicos era desarrollar minas terrestres nucleares. Al fin y al cabo los cohetes, proyectiles y bombas como la de Nagasaki podían jugar su papel pero… ¿Por qué no crear minas con el mismo poder destructivo, explosivos nucleares que pudiesen ocultarse bajo tierra o en lagos? En la Royal Armament Research and Development Establishment (RARDE) la idea gustó y empezaron a darle vueltas a cómo ejecutarla.
“Impediría la ocupación·. El plan era simple. Al menos sobre el papel. En Londres pensaron en ocultar una decena de minas nucleares bajo tierra o sumergidas por si las tropas soviéticas decidían avanzar hacia Alemania Occidental. Cada uno de esos explosivos tendría una potencia explosiva de 10 kilotones, más o menos la mitad más que la bomba de Nagasaki. The Guardian precisa que su poder combinado habría dejado cráteres de más de 180 m de profundidad y, lo más importante, su deflagración expandiría una contaminación radiactiva.
No se trataba solo de causar destrozos y llevarse por delante soldados, además de sistemas eléctricos, refinerías, infraestructura ferroviaria, canales y fábricas. “Una mina atómica hábilmente colocada no solo destruiría instalaciones en un área extensa, sino que impediría la ocupación de ese territorio al enemigo durante un período de tiempo considerable por la contaminación”, reflexionaba en un artículo para Discovery David Hawkings, un antiguo empleado del Atomic Weapons Establishment (AWE) en Aldermaston.
“Un producto de su tiempo”. En 2003 Lesley Wright, de la Universidad John Moores de Liverpool reconocía a New Scientist que el proyecto puede sonarnos “extraño” ahora, pero invitaba a mirarlo con perspectiva y en el contexto de la Guerra Fría: “Esta arma fue un producto de su tiempo. Supone una respuesta a la amenaza percibida de una superioridad soviética abrumadora en armas tradicionales”.
A la hora de plantearse cómo montar las minas, los expertos británicos decidieron basar el diseño de la bomba Blue Danube. Y eso derivó en el diseño de dispositivos de más de siete toneladas con la ojiva alojada en una carcasa protectora y una potencia explosiva de unos 10 kilotones.


Como cinco Nagasakis. Teniendo en cuenta que en julio de 1957 el Army Council decidió hacerse con una decena de minas Blue Peacock y llevarlas al Ejército Británico del Rin, según explica David Hawjings, en conjunto las bombas del proyecto ofrecían un poder explosivo equivalente a más de cinco bombas atómicas como la que había caído sobre Nagasaki en 1945.
Se cuenta que los ingenieros construyeron dos prototipos, trabajaron en el proyecto durante cuatro años e incluso se realizaron algunas pruebas para testar el casco de acero, incluida una desarrollada dentro de una gravera inundada.
¿Todo perfecto, no? No exactamente. La idea era enterrar bombas de un enorme poder destructivo para detonarlas si los soviéticos decidían avanzar hacia Alemana Occidental, golpeando sus fuerzas y logística y extendiendo de paso una nube radiactiva que disuadiría al Kremlin. Pero quedaban botando algunas preguntas: ¿Cómo detonar las minas? Y sobre todo, ¿cómo evitar que les afectasen las gélidas temperaturas que se registran en el norte de Alemania en invierno?
Para la primera cuestión los británicos pensaron en un sistema con cables que permitiera detonar las minas a una distancia de hasta tres millas, casi cinco kilómetros, o incluso en recurrir a un temporizador de ocho días. En un intento por garantizar su uso incluso desarrollaron sistemas “antimanipulación” capaces de activarse si alguien intentaba perforar el casco con una bala o la mina se movía o llenaba de agua. La idea era que en esos casos detonase en cuestión de 10 segundos, aclaraba en 2003 The Guardian.
¿Y cómo mantenerla caliente? Esa era una cuestión más peliaguda y que traía de cabeza a la RARDE. Se suponía que las minas pasarían varios días enterradas o sumergidas y eso, en invierno, con el termómetro marcando valores bajo cero, equivalía a someterlas a temperaturas gélidas. ¿Funcionarían igual?
Los ingenieros británicos propusieron solucionarlo envolviendo las bombas en mantas de fibra de vidrio, pero hubo otras propuestas. Y entre ellas destaca una mucho más imaginativa y que de paso podía solucionar la primera cuestión, la de cuándo y cómo detonar las bombas. ¿Cómo? Con ayuda de unas gallinas y un puñado de maíz.
Armamento avícola. Suena disparatado y es bastante comprensible que cuando en 2004 se difundió el dato la prensa británica pensase que TNA le estaba gastando una broma del April Fool´s Day, pero la idea realmente estuvo sobre la mesa de los ingenieros británicos de los años 50. Para garantizar que la mina conservaba la temperatura adecuada los expertos plantearon meter pollos vivos en la carcasa de la bomba junto a una provisión de comida y bebida.
La idea es que los animales aguantasen al menos ocho días, una larga semana durante la que su calor corporal mantendría el explosivo a una temperatura adecuada. Cuando llegase el momento adecuado y el daño causado a las tropas soviéticas fuese el mayor, se haría reventar la mina… y con ella (claro está) su pequeña granja de pollos. Popular Mechanics desliza que además de garantizar una buena temperatura, el sistema avícola era también una forma de activar el explosivo.
Pero… ¿Funcionó? Desde luego sirvió para captar el interés de la prensa en 2004 y para que The National Archives se viese en la peculiar tesitura de pedir a los reporteros que no se riesen de sus legajos. “Estos documentos proceden directamente de los archivos de Aldermaston. ¿Por qué y cómo íbamos a falsificarlos?”, se indignaba en 2004 Peter Hennesy, comisario de la exposición ‘Secret State’. Ahora, la cosa es distinta si hablamos del propósito real del Blue Peacock.
Aquello acabó en simplemente un proyecto, una idea. Se cuenta que la propuesta de crear una mina terrestre nuclear empezó a rondar el Ministerio de la Guerra británico en 1954, pero apenas cuatro años después, en febrero de 1958, su comité armamentístico llegó a la conclusión de que no valía la pena seguir con los trabajos de las minas de Blue Peacock. Hawkings reconoce que los riesgos que entrañaba resultaban sencillamente “inaceptables” y que aquello de esconder armas nucleares en un país aliado era “políticamente erróneo”.
Nos queda eso sí la delirante idea de la bomba atómica a base de pollos vivos, tan descabellada, tan disparatada, que cuesta leerla sin asegurarse de que efectivamente se trata de una retorcida inocentada de las autoridades británicas.
En Xataka | Tras la detonación de la primera bomba atómica, los científicos temían algo peor: un incendio nuclear global
Imágenes | Monika Kubala (Unsplash), Wikipedia (United States Department of Energy), Wikipedia, Ben Moreland (Unsplash)
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La extinción de los neandertales siempre ha sido un misterio. La ciencia cree ahora que siguen con nosotros
Durante décadas, la desaparición de los Neandertales ha sido uno de los mayores misterios de la evolución humana. Sucedió hace unos 40.000 años, coincidiendo sospechosamente con nuestra especie de Homo sapiens a Eurasia… Pero ahora estamos pensando que no se extinguieron.
Lo que se pensaba. Las teorías clásicas pintan un escenario de reemplazo: o los aniquilamos en una competición directa, o no pudieron soportar un cambio climático brutal. Pero ahora un estudio publicado en Scientific Reports ofrece una respuesta mucho más fascinante: los absorbimos entre nosotros. Y la clave de todo esto está en la dilución genética.
Las hipótesis. Para entrar más en profundidad, la hipótesis de la competición sugiere que los Homo sapiens éramos, sencillamente superiores: teníamos mejores estrategias de caza, una dieta más amplia o estructuras sociales más avanzadas que nos permitieron acaparar todos los recursos, llevando a los Neandertales a la extinción.
Por otro lado, la hipótesis ambiental culpa a los drásticos cambios climáticos que se vivieron justo en esa época. Según esta idea, los Neandertales no pudieron adaptarse a las fluctuaciones extremas y sus poblaciones se fragmentaron hasta desaparecer definitivamente.
Sin embargo, el nuevo estudio presenta un modelo matemático que deja de lado ambos factores y se centra en el más básico de todos: la demografía y el sexo.
El nuevo modelo. Los autores del estudio proponen un modelo analítico que demuestra cómo los Neandertales pudieron desaparecer sin necesidad de que el Homo sapiens tuviera ninguna ventaja selectiva sobre ellos. El modelo no requiere “eventos catastróficos” ni una superioridad cognitiva. En su lugar, se basa en un concepto llamado “deriva neutral de especies” y un factor clave: pequeñas y recurrentes inmigraciones de Homo sapiens en territorios Neandertales.
Éramos muchos más. Una de las primeras ideas a las que se apunta en este caso es que la población Homo sapiens que salía de África era mucho más grande en número que la Neandertal, actuando como un “reservorio demográfico prácticamente infinito”.
Al ir de manera conjunta, pues el roce hace el cariño, y entre las especies se empezaron a cruzar y tuvieron una descendencia muy fértil. El modelo asume que esto no fue un evento único, sino un “flujo genético sostenido” que ocurría cada vez que un pequeño grupo de humanos modernos llegaba a una zona.
Entonces, sumando que la población Neandertal era mucho más pequeña y había una entrada constante de genes de Homo sapiens, el resultado es la disolución del acervo genético. Es literalmente como echar un vaso de agua de Neandertales en un océano de Homo sapiens. Al final su presencia se diluye completamente.
El tiempo. Lo más potente del estudio es que sus cálculos encajan con el registro arqueológico. El modelo matemático muestra que este proceso de “sustitución genética casi completa” podría haber ocurrido en un plazo de 10.000 a 30.000 años, algo que se alinea con el largo periodo de coexistencia que ambas especies tuvieron en Eurasia.
¿Fueron extinguidos? Esta es la pregunta que nos hacemos. Saber si la palabra ‘extinción’ es adecuada para este paradigma. Este modelo ofrece lo que los científicos llaman una “explicación parsimoniosa” (la más simple). En palabras que entendamos, no niega que otros factores, como la competencia o el clima, pudieran haber contribuido. Pero demuestra que esta disolución genética por sí sola es un algo que puede haber explicado la desaparición de los Neandertales.
Es por ello, que más que una extinción hablamos de una fusión por absorción. Esto explica perfectamente por qué los Neandertales desaparecieron como grupo genéticamente distinto, pero su legado perdura: los humanos modernos de ascendencia euroasiática conservamos en nuestro ADN un pequeño porcentaje de su herencia genética (aunque muy diluida).
Imágenes | mostafa meraji
En Xataka | La evolución humana no ha parado: es más, hay razones para pensar que está más acelerada que nunca
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Una conflictiva estética está conquistando los pies de miles de españoles: los el calzado “barefoot”
A las siete de la mañana, Fernando se calza sus zapatos barefoot antes de salir hacia el colegio donde trabaja. Son finos, blandos, casi como una segunda piel. “Antes terminaba con llagas en los meñiques; ahora puedo estar de pie todo el día”, nos cuenta en entrevista para Xataka. Hace unos años le habrían mirado raro por llevar unas zapatillas con suela mínima y dedos separados. Hoy, en cambio, no pasa desapercibido por moderno: el barefoot se ha convertido en tendencia.
De un rincón alternativo del mundo del bienestar ha saltado a los pies de miles de personas. Influencers lo recomiendan, las zapaterías se multiplican y hasta la reina Letizia los luce en actos públicos. El fenómeno mezcla moda y fisiología, y promete una cosa tan simple como poderosa: volver a caminar como nacimos, descalzos.
Del nicho al fenómeno. El auge del barefoot ha sido meteórico. En apenas un par de años, el concepto ha pasado de los foros de salud y crianza natural a las pasarelas digitales. “Al principio eran feísimas y casi nadie las usaba”, recuerda Fernando, 39 años, uno de los primeros en probarlas en su círculo. “Pero vi a gente en Instagram hablando de ellas, decían que eran buenas para el pie y decidí probar. Desde el primer momento me sentí muy cómodo”.
Como él, miles de consumidores descubrieron este tipo de calzado en redes sociales, recomendados por cuentas de fisioterapia o podología. Mar Oncina, dueña de la zapatería DePeus en Alicante, nos confirma a Xataka el cambio: “Cuando abrí, el 80% de mis clientes eran niños. Ahora casi la mitad son adultos”. En solo año y medio, dice, el interés ha crecido “de forma descomunal”. Los colegios piden descuentos para las AMPAs y las grandes cadenas, desde Inditex hasta Mustang, han empezado a lanzar sus propias líneas minimalistas. “La gente ha entendido que esto no es solo moda, es salud”, asegura.
Caminar ‘natural’. El barefoot propone una idea tan sencilla como radical: volver a caminar sin artificios. La diferencia con el calzado convencional está en la estructura. Estos zapatos eliminan el tacón (el llamado drop), la amortiguación y las plantillas rígidas; en su lugar, ofrecen una suela delgada y flexible que permite al pie moverse y sentir el suelo. Como explican en Podoactiva, el propósito principal del calzado minimalista es fomentar una marcha y una postura más natural, fortalecer la musculatura intrínseca del pie y favorecer la propiocepción. El pie, con sus 28 huesos y más de 100 tendones, está preparado para amortiguar de manera natural; lo que ocurre es que llevamos toda la vida encerrándolo en estructuras rígidas que lo atrofian.
Un estudio publicado en Nature refuerza esa idea: caminar descalzo modifica la forma en que los pies interactúan con el suelo y cómo se reparten las fuerzas al andar. Los investigadores, dirigidos por el biólogo evolutivo Daniel Lieberman, descubrieron que las personas que caminan sin calzado desarrollan callos gruesos, pero sin perder sensibilidad táctil. En otras palabras, las suelas de la piel protegen, pero no desconectan del suelo, mientras que las suelas acolchadas alteran la forma natural de caminar y aumentan el impacto en las articulaciones.
Del calzado infantil al boom adulto. Paradójicamente, la revolución del barefoot empezó por los más pequeños. Mar nos lo cuenta con claridad: “Todo empezó cuando mi hermana, terapeuta ocupacional, decidió que su hija solo usaría calzado respetuoso. Nos explicó que los niños que van descalzos desarrollan mejor la motricidad gruesa, el equilibrio y la fuerza del pie”. De ese convencimiento familiar nació su tienda, y con ella, un nuevo mercado.
Iraia, 36 años, nos explica a Xataka que descubrió el barefoot buscando el mejor calzado para su hija Alazne, que era inestable al dar sus primeros pasos. “Me convenció la idea de que los pies deben moverse libres y sin deformarse. Al poco tiempo empecé a usarlos yo también y me cambió la postura. Los dolores lumbares han desaparecido, y mis dedos, literalmente, se han separado”. Historias como la suya se repiten en las zapaterías y foros online. Y aunque la mayoría empezó buscando salud, muchos se quedan por comodidad. “Ya no tengo ganas de llegar a casa y quitarme los zapatos”, señala Iraia. “Es como ir descalza todo el día”.
La mirada de los expertos. Casi todos coinciden en una misma idea: el barefoot no es para todo el mundo. “Que elimine el dolor de espalda o de cadera es cuestionable”, matiza el podólogo Carles Espinosa entrevistado por RAC1. “Sí hay beneficios si se hace con adaptación, pero no se puede pasar de un zapato con tacón a uno plano de un día para otro”. Desde el portal de podología insisten en la necesidad de una transición progresiva: reducir poco a poco la altura del talón para evitar lesiones en el tendón de Aquiles o sobrecargas musculares. También advierten que las superficies duras, como el asfalto, no son las más adecuadas para empezar.
El doctor Alberto Martínez Oller, de clínica podológica M.O. es aún más concreto: “No es recomendable para personas con pies planos, juanetes, lesiones o neuropatías. Tampoco para deportes de impacto o superficies irregulares”. Su recomendación es clara: consultar a un podólogo antes de hacer el cambio. Aun así, reconoce los beneficios potenciales: mejora del equilibrio, fortalecimiento muscular, mayor movilidad y prevención de deformidades. De hecho, algunos especialistas temen, precisamente, que la viralización convierta una recomendación médica en una moda de consumo rápido. “Caminar natural no significa caminar sin control”, advierten. La fiebre por el bienestar puede llevar a confundir minimalismo con milagro, y cada pie cuenta una historia distinta.
La fiebre digital y el poder del algoritmo. Si algo ha impulsado la expansión del barefoot, ha sido el boca a boca digital. “El papel de las redes ha sido fundamental”, asegura Mar, de DePeus. “Hay gente que lo ha sabido comunicar muy bien, como podólogos o fisioterapeutas que han llegado a miles de personas. El problema es que junto a la información buena, también circulan muchos bulos”.
En TikTok e Instagram abundan los vídeos de “transformaciones”: pies antes y después de meses usando barefoot, comparativas de posturas o retos de 30 días descalzo. El tono va del testimonio personal al evangelio del bienestar. En parte, es la lógica del algoritmo: cada vez que alguien busca “dolor de espalda”, aparece un vídeo que promete una solución en forma de zapato plano y flexible.
El futuro del barefoot en España. País zapatero por excelencia, también se está subiendo al carro. “En Alicante y Elche muchas fábricas estaban a punto de cerrar”, cuenta Mar, “y ahora se han reinventado con el barefoot“. Algunas se han convertido en referentes internacionales gracias a la calidad del producto y su fabricación local. Sin embargo, no todas las marcas sobrevivirán: “Cuando entren las grandes, muchas pequeñas desaparecerán”, admite Mar. “Nuestro valor está en el asesoramiento. Pasamos una hora con cada cliente, algo que una gran superficie no puede ofrecer”.
Por su parte, según el programa Versió RAC1, la industria del calzado prevé que este tipo de zapatos genere hasta mil millones de euros en beneficios de aquí a seis años. Una cifra que demuestra que lo que empezó como una corriente alternativa ha conquistado a las grandes marcas y amenaza con cambiar el mapa del sector.
¿Caminar descalzo con zapatos? Quizá la fiebre del barefoot diga más sobre nuestra época que sobre nuestros pies. En un momento de saturación tecnológica, ultraproductividad y desconexión física, el investigador de Harvard, Daniel Lieberman, señala que “Lo que llevamos en los pies cambia la forma en que caminamos. La naturaleza, en realidad, sería una excelente ingeniera de calzado”.
Y aunque no podamos andar descalzos por la calle, el mensaje parece claro: cuidar los pies —esa base olvidada del cuerpo— es también una forma de cuidarnos a nosotros mismos. Al final, como resume Mar, “esta es la primera moda saludable que ha llegado para quedarse”. Descalzarse, ahora, es tendencia. Pero quizá también sea una forma de volver a pisar tierra.
Imagen | Eyesighter
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No hay nada más francés que una baguette. Y hasta los franceses se han cansado de ellas
Que en Francia la baguete es un símbolo, un icono, una institución (casi), está fuera de toda duda. Hace justo tres años la UNESCO la incluyó en su listado de patrimonio cultural inmaterial y junto con la torre Eiffel, Notre-Dame y un puñado de símbolos más (no muchos) forma parte del acerbo icónico de París. A pesar de todo eso, los franceses parecen cada vez menos interesados en llevarse baguetes a sus casas, lo que coincide con una caída general en el consumo de pan.
Hay quien ya advierte que a la popular barrase le presenta un “futuro incierto” o incluso, yendo más allá, se pregunta: ¿Puede morir la baguete francesa?
Francia, cada vez menos panera. Francia quizás haya convertido a las baguetes en un símbolo patrio, pero ni siquiera eso ha impedido que el pan afronte allí una crisis compleja. Lo muestran con claridad los datos de demanda, como recordaba esta misma semana la CNN en un análisis sobre el tema.
Si tras la Segunda Guerra Mundial los franceses consumían de media 25 onzas de pan por persona y día (unos 700 gramos), en 2015 ese dato había descendido ya a cuatro onzas (113 g). La tendencia no parece haberse invertido en la última década y hoy ese indicador de consumo medio es incluso más bajo, situándose en 3,5 onzas (casi 100 g). En la práctica, eso equivale a menos de media baguete.


¿Hay más datos? Sí. Y la mayoría no son lo que se dice halagüeños para el sector. En 2023 la Confederación de Panaderías y Pastelerías Francesas publicó una encuesta que revela que, del millar de consumidores entrevistados, más de un tercio (36%) reconoció haber reducido su consumo de pan durante los cinco años anteriores. El descenso fue además especialmente pronunciado entre las personas de mediana edad (35 a 49 años). En su caso el ‘pinchazo’ alcanzó el 43%.
En la cohorte inferior, los jóvenes de 25 a 34 años, uno de cada cuatro entrevistados (26%) declaró haber aumentado su consumo de pan, aunque esa tendencia tiene algunos matices importantes. Los jóvenes empiezan a ver el pan como parte de las comidas que realizan fuera del hogar y lo están desterrando de sus desayunos, un momento del día en el que antes era habitual consumir pan de baguete con mantequilla, mermelada o crema de chocolate y avellanas. Entre los menores de 24 años mantienen ese hábito el 57%. Es un porcentaje considerable, pero se aleja del 83% que alcanza entre la franja de población de 55 a 65 años.
“Coucou, tu as pris le pain?” El declive del pan en Francia no es nada nuevo. En 2013 la tendencia era ya lo suficientemente clara como para que los panaderos galos lanzasen una campaña para fomentar su consumo. Su eslogan era “Coucou, tu as pris le pain?” (“Oye, ¿recogiste el pan?”) y se plasmó en vallas publicitarias, marquesinas de bus y escaparates de todo el país con un propósito claro: conseguir que las familias francesas comprasen baguetes de camino a casa. No lo tenían fácil. El cambio de escenario que afronta el sector responde a un cóctel en el que se combinan tanto factores internos como cambios a nivel social y cultural.
¿Y qué factores son esos? Para empezar ha cambiado (y mucho) la oferta. No es el mismo pan el que se encontraban los franceses de los años 50 o 60 que los de 2025. La cadena CNN recuerda cómo hay nuevos profesionales (“neopanaderos”) que están optando por retirar las baguetes de sus estanterías y apostar por otros productos, panes aromáticos de masa madre e integrales, elaborados con cereales, harina ecológica y que se venden al peso. El motivo, más allá de su sabor: aguantan más tiempo frescos, un factor importante para una generación que ha perdido el hábito (o directamente no tiene tiempo) de ir a la panadería a diario.
A eso se suma la popularidad de otros competidores, como el pan de molde procesado llegado de EEUU. Los datos vuelven a ser incontestables. Un estudio de la Federación de Empresarios Panaderos revela que nueve de cada diez franceses (86%) admite consumir plan blanco industrial comprado en los súper. En mayo el medio Sirhafood recordaba que el mercado del pan de molde industrial envasado mueve más de 500 millones de euros anuales, lo que ha hecho que el formato (pan blando) haya despertado incluso el interés de obradores artesanales.
Más allá de la industria. La caída en el consumo de pan entronca también con algo más complejo: cambios a nivel social, cultural y de demanda. Sencillamente los jóvenes cocinan menos y comen más fuera de casa, donde encuentran también una mayor oferta gastronómica, con alternativas en las que el pan no es una pieza central. No es casualidad. Si en 2005 el 88% de los franceses encuestados veían el pan como base de una dieta equilibrada, en 2023 ese porcentaje era ya del 66%.
En su día la baguete ofrecía además una serie de ventajas (un formato fácil de almacenar, disponibilidad, precio y sabor) que hoy quizás se aprecien menos en el mercado. La barra debe consumirse el mismo día en que se compra, lo que obliga a ir a diario la panadería. En una sociedad en la que escasea el tiempo eso supone un hándicap y explica la implantación que ha logrado el pan de supermercado.
Más allá de Francia. El fenómeno no es en cualquier caso exclusivo de Francia. En España ocurre algo similar. Los datos del Ministerio de Alimentación muestran que el consumo per cápita se ha desplomado en las últimas décadas: de 56,4 kilos anuales en 1990 hemos pasado a 27,4. Lo más curioso es que la caída vuelve a centrarse en el pan fresco, que (si bien se mantiene como el más popular) es el que ha sufrido un mayor ‘pinchazo’ El consumo de pan industrial ha crecido, aunque no lo suficiente como para compensar el desplome de las barras tradicionales.
Imágenes | Sergio Arze (Unsplash), Mohamed Jamil Latrach (Unsplash) y Shalev Cohen (Unsplash)
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